viernes, 24 de mayo de 2013

El origen de la cosa pública

La revolución tecnológica nos ha llevado a lo que Weber ha llamado “segunda ingenuidad”. A diferencia de los útiles mecánicos que como el arado o la rueda, e incluso la maquinaria mecánica más sofisticada entraban en los límites de la comprensión de la mayoría de las personas, ahora, nuestras herramientas más habituales como el teléfono móvil o el ordenador personal están diseñadas, construidas, pensadas, y comercializadas por expertos cuyo conocimiento se nos escapa casi en su totalidad y nos convierte a todos en niños crédulos y dependientes de normas precisas de funcionamiento de unos trastos cuya comprensión se nos escapa y de una serie de instrucciones inapelables que es necesario acatar, a diferencia de aquellos antiguos privilegiados que con mínimos conocimientos, un destornillador y poco más, arreglaban la avería de su seiscientos al borde de la carretera.
cosa publica


Quienes tratan de imponernos, de buena o mala fe, normas, leyes, conceptos, certezas, dioses y tradiciones ignoran en la mayoría de los casos que el origen de la cosa pública no está en los códices de Babilonia, ni en los escritos antiguos, sino en los confines de la historia del hombre, al calor de una fogata, al abrigo de una roca, en alguna cueva o en un improvisado refugio de montaña. En aquel tiempo tan distante, tan fecundo y tan poco preciso tuvieron lugar también el nacimiento del arte, en especial la pintura y la música, y la palabra, la palabra hablada, y con la palabra hablada, la posibilidad de compartir experiencias personales cargadas de afecto y cómo no, experiencias ajenas en plano de igualdad con nuestros semejantes, es decir, de contar historias, y aprender de los secretos que todas las historias nos revelan si se las sabe escuchar desde una posición mental determinada que pudiéramos llamar de “suspensión temporal del propio juicio y de la crítica”, es decir, con una actitud de escucha receptiva, o fraternal, a diferencia de las relaciones normativas y de adoctrinamiento donde aparecen conceptos inamovibles como la verdad, la norma, la sumisión y la obediencia, capaces de limitar y simplificar la participación y el buen provecho de los individuos.


La tendencia humana a formar grupos se instala en el origen de nuestras necesidades más elementales, como animales sociales que somos, muy anteriores a las leyes, a las normas, a los códices, y a las jerarquías. De entre todas estas necesidades primordiales, quizá la más importante fuera la de buscar seguridad física y afectiva alrededor de un fuego, de un fuego que sabemos que es capaz de protegernos de las fieras, de transformar los alimentos crudos en materia comestible, de darnos calor durante la noche, y luz, mucha luz para que nuestros gestos ya sean de rabia, alegría preocupación o pena, y nuestras expresiones corporales potencien la comunicación con los demás y el intercambio de información entre individuos pueda ser más eficiente, para que las expresiones de nuestros rostros, de nuestros cuerpos, el lugar físico que ocupamos alrededor de la lumbre vayan unidos a las palabras que decimos e incluso a las que no decimos, que son muchas, dado que también el silencio puede ser elocuente. Los grupos primitivos de aquella época del mismo modo que las reuniones informales de la actualidad, a diferencia de las reuniones formales, dirigidas por normas o idealizaciones favorecen y facilitan el alivio de la necesidad de intercambio de información y de emociones entre iguales que todos tenemos, aunque no seamos muy conscientes de nuestra necesidad.


Luz es metáfora de ideas, de saber, de comprensión. Decimos “luz” y asociamos la palabra sin mucha dificultad al conocimiento. Cuando entendemos algo decimos que “vemos” tal o cual cosa clara. Hablamos, para referirnos a una época histórica determinada, del “Siglo de las Luces”, o de “tener pocas luces” para referirnos a las capacidades mentales de cualquier persona, o a la ingenuidad que suponemos que tienen los niños. Decimos que “se me han encendido las luces” para referirnos al mundo de las ideas, al mundo de las representaciones que habitan nuestra mente y que necesitan ser transformadas en palabras para poder ser dichas y compartidas. Este saber que se genera por el simple hecho de aportar historias y experiencias personales a un grupo de iguales es aprovechado de un modo diferente por cada uno de sus participantes, y con desigual eficiencia también, en orden a las habilidades que cada uno tenga para la escucha y a las motivaciones, conscientes o no, que le hayan llevado al grupo, y por supuesto las que le animen permanecer en él. Hay individuos que se acercan a un grupo para recibir conocimientos, otros para aportarlos o para tratar de imponerlos, hay quienes depositan en el grupo sentimientos que les han sido provocados en el ambiente familiar, no es de extrañar que muchas conversaciones informales entre adultos parezcan infantiles y en ellas reproduzcamos actitudes y comportamientos irracionales cargados de afectos que recuerdan a las discusiones, quejas y regaños tan habituales entre niños y mayores en el ámbito jerárquico y desigual de la familia. Quienes están convencidos de que las normas y las leyes deben de ir antes que las personas se apoyan en la necesidad de evitar a toda costa y por el bien de todo el colectivo este fenómeno psicológico tan molesto que domina nuestro comportamiento irracional conocido como transferencia de afectos.


El grupo espontáneo y sin normas, a diferencia del grupo jerarquizado ofrece a cada uno la posibilidad de elegir de entre una gran cantidad de elementos de conocimiento disponibles, de entre infinitos matices, detalles y puntos de vista, aquellos que necesite, para que pueda interpretarlos por sí mismo de la forma que mejor le convenga. Aprender a escuchar lo que se dice, cómo y quién lo dice es sin duda la habilidad más importante que adquieren los miembros de un grupo que no ha sido previamente idealizado, ni liderado por alguno sus miembros y es por tanto un grupo generador de conocimiento para los individuos.


Nuestros antepasados acudían a aquellos grupos iniciales a buscar protección, sosiego y apoyo, también encontraban, sin pretenderlo, sin sentirse siquiera obligados, sin saberlo incluso a veces, conocimiento acerca de los indicios que le ayudarían a cazar mejor tal o cual pieza o a resolver sus propios problemas de salud y los de los suyos, o quizá algún que otro asunto relacionado con la convivencia social y sus criterios personales.


Dadas las necesidades tan importantes que satisfacía entonces el grupo, y aún en nuestros días satisface, no es de extrañar que las reuniones alrededor de un fuego fueran y sean todavía muy frecuentes, porque aún seguimos haciendo fuegos de campamento y reuniéndonos junto a una chimenea o con una vela en la mesa. No es de extrañar que fueran, como ahora lo son, muy deseadas e incluso que el grupo no tardara mucho en idealizar estas circunstancias idealizando al propio grupo, tal y como idealizamos a nuestros equipos deportivos o a nuestros grupos musicales, o a nuestros partidos políticos, es decir, ver el grupo como algo más, de mayor importancia que la suma de todos sus individuos.


Esta idealización del grupo como tal ha traído como consecuencia que se le diera a cada grupo en particular un nombre propio y que se difuminara el nombre de sus miembros, el caso más extremo lo encontramos en aquellos grupos que se hacen llamar “alcohólicos anónimos”, o un emblema distintivo, lo que hoy llamaríamos “logo” incluso una bandera. Los grupos idealizados necesitan para sostener la irracionalidad de su existencia como tal un dogma bien estructurado, una fe más allá de la duda particular de cada miembro, unas reglas, un orden jerárquico donde el grupo ocupaba el papel de padre, este es el origen de la palabra “afiliado”. También los grupos idealizados presentan unos modos de comportamiento que favorecen el crecimiento en número de sus componentes, como la prohibición de la homosexualidad y la regularización de la familia, para poder formar ejércitos y así mejorar el poder de disuasión, enriquecimiento, defensa y ataque de todos los individuos que de forma más o menos libre, más o menos consciente deben aceptar esas normas, sin excepción ni descenso. No son las normas las que convierten a un grupo de iguales en un grupo jerarquizado sino la jerarquía de las normas sobre las opiniones de los componentes del grupo.


Dado el poder que puede alcanzar un grupo idealizado resulta fácil comprender que su liderazgo haya sido a lo largo de la historia codiciado o temido por muchos, que sus miembros se sintieran mágicamente protegidos de cualesquiera que fuesen los males que acecharan a sus fieles, la xenofobia es un fenómeno propio de la simplificación que producen los grupos autoritarios en sus individuos. La experiencia infantil de la familia autoritaria, del adoctrinamiento religioso y de la falta de comprensión que los adultos solemos tener en nuestras relaciones con los niños favorece la idealización del grupo, y gracias a la transferencia de afectos que se produce entre la familia infantil y el grupo tendemos a relacionarnos con él como quien siendo niño se relaciona con un padre o una madre autoritarios, de los que hay que fiarse, y a los que es necesario obedecer. A partir del momento en que se empieza a idealizar a un grupo la posibilidad de generar conocimiento personalizado para sus individuos disminuye de forma notable. El gesto inexpresivo y la uniformidad de imagen y pensamiento llegan a límites extremos en el caso de los militares, pero resulta más o menos claro en todos los grupos idealizados. Escuchar sin prejuicios, desde la ignorancia estratégica, es también una forma muy sofisticada de amar.


Salvador Crossa Ramírez.Málaga.



El origen de la cosa pública

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