domingo, 25 de agosto de 2013

Fin del encanto (Vicente Battista)

¿Dónde y cuándo nace una historia? La pregunta, que se continúa planteando desde hace muchísimos siglos, aún no tiene una respuesta precisa. Un video, que apareció en Youtube y circula copiosamente por las redes sociales, replantea las leyes de la ficción y abre nuevos interrogantes en torno a verdad-mentira.


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La primera narración de la que se tiene noticia es La epopeya de Gilgamesh. Aquellas tablillas de arcilla, de escritura cuneiforme, que a mediados de 1845 encontrara en Irak el explorador inglés Henry Layard y que hoy se guardan en el Museo Británico, hablan del mítico rey Gilgamesh, personaje de 5,60 metros de altura, hijo de Lugalbanda y de la diosa Ninsun, que hace aproximadamente tres mil años, habría gobernado la ciudad mesopotámica de Uruk. Un escriba de nombre Sin-leqi-unnini (“Dios Sin, acepta mi plegaria”), es el que se ocupa de narrar las aventuras del rey sumerio quien, angustiado por la soledad y por el temor a la muerte, busca vanamente la inmortalidad.


Los mitos fueron el caldo de cultivo de la literatura grecorromana: Sófocles recurrió a Edipo, Esquilo a Prometeo y Virgilio a Eneas. Cuando se agotaron aquellas viejas fábulas del Olimpo, fue necesario inventar otras nuevas, más cercanas a nuestras cosas y a nuestros días; ese podría ser el origen de los mitos urbanos: la narración no puede detenerse, es preciso seguir contando historias.


Un hombre, llevado por los celos, mata a su mujer y luego se mata. Este episodio trágico puede ser una noticia policial de no más de dos columnas en el diario de mañana, una telenovela mexicana de la tarde u “Otelo”, de William Shakespeare. Tanto la noticia policial como la telenovela y el drama isabelino parten de una misma emoción común a los seres humanos y a un buen número de animales. La crónica que el diario ofrece acerca de ese hombre celoso que mata a su mujer y luego se mata, bien puede transformarse en una ficción. Cuando eso sucede, previo al relato encontraremos un cartel de advertencia: “Una historia basada en hecho reales”. Esta suerte de oxímoron dio origen alNon Fiction, un reciente subgénero literario que, bien se mire, también resulta un oxímoron. ¿Qué importa que hayan existido o no esos personajes que se ponen en escena? Ellos comenzarán a ser ciertos desde la ficción.



Dicen que para cincelar a Emma Bovary, Flaubert se basó en la absurda vida de Alice-Delphine Couturier, una vecina de Yonville, que se suicidó a los veintisiete años. Aquella infeliz mujer a partir de su muerte sólo fue un registro más en la administración del cementerio de Yonville, Emma Bovary, por el contrario, ha quedado inscripta para siempre entre los grandes personajes de la literatura universal.


El caso más diabólicamente encantador de una supuesta historia real transformada en ficción es “Ni una sola palabra de amor”, ese formidable cortometraje dirigido por El Niño Rodríguez e interpretado por Andrea Carballo, que se ha convertido, con justicia, en una de las piezas más vistas en las redes sociales. Como bien se sabe, todo se puso en movimiento a partir de cierto fragmento grabado en la cinta de un contestador telefónico que apareció en un negocio de compra-venta. La cinta guardaba los vehementes reclamos que una tal María Teresa le hacía a un tal Enrique. A partir de esos minutos de grabación, El Niño Rodríguez montó su película y Andrea Carballo le puso el cuerpo y los gestos a la voz de una ignota María Teresa. El resultado, repito, fue una pieza notable, hecha con tal perfección que incluso movía a la sospecha de que ni María Teresa ni Enrique existían, que lo que estábamos viendo y oyendo era el resultado de un inteligente montaje.


Precisamente, en esa duda descansaba la magia del corto. Clarín se ocupó de romperla: hace unos días la sección Espectáculos del diario dio a conocer a los verdaderos María Teresa y Enrique. En un reportaje huérfano de brillo, María Teresa, la verdadera, toma otra vez la palabra, aunque en esta oportunidad no la escuchamos, sólo la leemos. Esa lectura nos revela, gentilmente, el por qué y el cómo de aquella cinta grabada que El Niño Rodríguez y Andrea Carballo habían convertido en una pieza excepcional.


El reportaje a los verdaderos María Teresa y Enrique le pone fin al encanto de “Ni una sola palabra de amor”. Es como si los lejanos habitantes de Uruk luego de escuchar una y otra vez las venerables hazañas del rey Gilgamesh de pronto se enteraran que realmente el mítico monarca no medía 5,60 metros sino apenas 1,60 y que su madre no era la diosa Ninsun sino una buena mujer, tan común y mortal como el resto de las mujeres de la región.


Hay un código que tenazmente respetan los magos del mundo entero: por ninguna razón y bajo ningún concepto se debe revelar el secreto del truco. El arte y la literatura, a su modo, exigen códigos parecidos.


Ni una sola palabra de amor


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